martes, enero 24, 2006

Carta a mí mismo

Hace muchos años me mandé a mí mismo una carta puesta en el correo cercano para esperarla y ponerme contento con lo dicho por mí mismo. Claro, me decía lo que me decía con el nombre de otro nombre, pues pensé no tener tanta alegría si de remitente mi nombre propio quedaba escrito en mi propia carta. Y tardó muchos días en llegar, pues nuestro correo nunca ha sido lo rápido que las noticias ameritan. Mis palabras viajaron de incógnito hacia mis manos lectoras, cuando comencé a permitirme toda la curiosidad y todos los experimentos posibles. No poca de la belleza perdida del correo radicaba en la espera, ansiosa, de sus sobres voladores o rastreros. Decidí mandar esa misiva por la curiosidad de contar los días que tardaría en llegar el sobre enviado. Soso, al final, me pareció enviarlo con nada dentro, por lo cual fue menester escribir algunas líneas que, al paso de redactarlas, se convirtieron en las frases de otro alguien cuyo amistoso fervor provino de la imaginación mía, al servicio de contarme lo que a ese alguien le hubiese sucedido. Puesta a imaginar, la pluma vuela y en las fojas escritas contaba tanto y tanto que rebosaban no sólo la historia misma que contaba sino del gusto de contarla y del otro gusto, anticipado, de saber que volvería a leerla como si yo mismo no supiera lo que en esas mismas fojas me contaba. De tanto gozo contado me dio, entonces, por mandar un regalo y, al no tener nada más mano, un rojo y mugriento billete de un peso envié junto a la misiva mía. Confieso mi duda de enviar ese peso chapeteado, pues pude echarlo en falta, pero más pudo el gozo visto a la distancia que la espera, también anticipada. Regalado, pues, el peso, coloradas las fojas contadoras y testo el sobre, partí en bicicleta a dejarlo a la oficina de correos, donde compré gustoso los timbres del envío y lo deposité orgulloso en el buzón elegido. De entonces, por seguro, me nació el gusto por las cartas, tanto que, al mandar las revistas que editaba a los suscriptores generosos, mandaba una “testigo”, para medir el tiempo transcurrido hasta su llegada, la cual aguardaba constante y, no sin infantil gozo, gozaba en verdad cuando llegaba. A más de un amigo (y amiga desde luego) he tentado con la idea de escribirnos mutuas (sendas) cartas, pero mi fervor no es correspondido, aun cuando algunos, algunas veces, algo han mandado.
De pronto, insospechados, llegaron los emilios. Desgracia para mí, la múltiple y torpe confusión con el telegrama o, de plano ya, con la conversación inane. Nada tan feliz como un emilio bien escrito y mejor redactado, hecho para el goce y la degustación, enviado por el placer puro de darle a leer algo a quien sabrá leerlo y responderlo. Parecería, entonces, el más puro paraíso, pero es el infierno: faltas enormes, dolorosas, de ortografía. Anacolutos irredentos, parcas palabras. Porque todos, en todo momento, y para todo, tenemos mucha prisa, y nadie tiene tiempo, no de mandar unas líneas buenas, venerandas, siquiera generosas; nadie tiene tiempo de leer completos los emilios de más de tres líneas. ¿Cuándo dejamos de tener tiempo para no hacer nada y esperar tranquilos las cartas provechosas? Lo ignoro. Quizá sea momento de volver de nuevo a la costumbre sana de mandarme cartas a mí mismo. Los años me han enseñado que no era necesario mandar regalo alguno, el regalo mismo eran las palabras...

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