miércoles, marzo 08, 2006

Primer libro


Verde, en tela, o simple cartoné, grabado en seco, octavo, octavo menor quizá, ahora describo así mi recuerdo de ese primer libro primero puesto en mis manos por el azar feliz de la biblioteca familiar, pequeña, puesta dentro de un trinchador todo caoba y abandono. Verde claro, y con altas letras Defoe. Claro, Robinson Crusoe. ¿Biblioteca nueva? Quizá, varios de los tomos de la obra de Wilde se parecen mucho a ese recuerdo, aunque azules. No recuerdo nada más, ciertos subrayados rojos y el olor cierto del papel de pulpa. Junto a él, un tomo todo negro, con una mano roja y letras blancas, Antología del suspense, o algo por el estilo, de los siempre buenos vendedores de Selecciones. Mi primer libro. No tanto que fuera el primero en haber leído, pues más bien no recuerdo nada de estos dos que menciono, sino el gozo de su existencia. Me encantaron, por decirlo así, con sus embrujos simples de artes menores. No recuerdo tampoco cuándo me pregunté por la hechura de los libros, pero en secundaria inicié mis tropelías tipográficas. Cierto eclipse de Sol fue el tema del primer número de esa revista que nunca he vuelto a ver. Y desde entonces preguntar a todo el que pudiera responder algo sobre esa hechura. Y después las computadoras y el PostScript, y aprender todo de nuevo, o volverlo a aprender, para experimentar. Hacer libros es una dicha y no deja de sorprenderme, de vez en vez, el origen por demás simple de mi gozo: esas pastas verdes y negras que me acercaron a los libros. Cuando no tenga esa mezcla de temor y alegría al abrir el primer paquete de libros nuevos llegado de la imprenta, será mejor dejar el oficio y dedicarme a otra cosa, pues así como el quirófano tiene algo de misterioso y sagrado al abrir los cuerpos para su cura, mucho de sagrado también tienen las editoriales. Como bien dice Beatrice Warde, amigo, estás en suelo sagrado.

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