jueves, octubre 04, 2007

¿Cuál libro?

Lo dicho, sigo en la ruta del nuncamás, o del nomeolvides, o del nuncamehabíapasado. Porque, ¿cuál es el libro? Digamos, ¿cuál es, no pensamos en los mayores paralelepípedos, tan sólo en los humildes, pero sólidos, La isla del tesoro, no El Quijote? Un tanto cuanto la paradoja de Teseo, y un tanto cuanto acotación borgiana, pero ¿cómo es el mismo libro el mismo libro? ¿Qué pervive para llamarlo el mismo? La isla del tesoro es la misma, en un sentido importante, y es muy distinta, en otro sentido importante, en los diferentes idiomas que existe y en las diferentes ediciones que ha sufrido o gozado. Porque en cuanto a las ediciones, motivo de mis actuales pensamientos, podemos decir que, al menos en un idioma, el texto es el mismo (falso, gritan las erratas, pero no las escuchemos, por horrendas). Su mismidad (salve David Wiggins) es entre todas las ediciones la misma e idéntica a sí misma. Hay, luego, un isomorfismo entre todos ellos, aunque sean muchos, o sean pocos, o sea uno solo. La mismidad del libro es el texto, aceptémoslo. No la manera en que se ve el texto, no el modo en que se despliega, el texto, la sarta de letras y espacios. El lenguaje binario, tan digital ahora, permite todo. Si asignamos, como hacen las máquinas, un código, (ASCII, para mayor dato) a cada letra, tendremos una única sarte de ceros y unos que es, sin duda alguna, La isla del tesoro. En cuanto a las traducciones, necesitaríamos un metalenguaje para lograr entendernos y decir que hay una clase de equivalencia entre todas esas sartas, pero sería, pese a la belleza, en sentido estricto falso (defecto de casi cualquier teoría hermosa). Digamos, con Octavio Paz, que cada una de esas sartas distintas, que provienen de la primigenia, crea los mismos efectos por medio de distintas causas.

Pero La isla del tesoro (La isla del pirata, fue, si no su primer título en español, por cierto, uno de los primeros) en tanto libro, es ese texto. Y llegamos a las ediciones. Y llegamos, entonces, al momento preciso en el que estamos. Antes esa sarta se trasvasaba, digamos, a cajas henchidas de tipos móviles. Luego, se trasvasaba en plomo fundido. Después fue fotográfico el asunto, ahora tiene más que ver con las curvas de Bézier, pero se trasvasa, no hay vuelta de hoja. ¿De qué hablamos entonces cuando hablamos del libro La isla del tesoro? Hay como un tufillo a unicidad y continuidad y permanencia.

Claro, trato de encontrar sentido a la destrucción de los ejemplares. No destruyo, al destruir un ejemplar de La isla del tesoro, a La isla del tesoro, destruyo uno de sus ¿epifenómenos? (Salve Lezama, se nos fue la vida hipostasiando), de sus ¿costumbres?, de sus ¿modos? de sus espinozianas ¿afecciones? Destruyo papel manchado tan ordenadamente que es legible, pero es papel. Claro, claro, claro, confieso, que no es el único, como en la edad media, cuando de ciertos libros existía en el mundo todo un ejemplar único. Agradezcamos las faltas de goteras en esos monasterios (salve David Markson), pues a su muy azarosa ausencia debemos la existencia actual de El satiricón. Pero no es el caso. Vivimos en la época posterior a la reproducción mecánica, donde la mismidad se daba, campechanamente, en máquinas y trazas (salve Cervantes), y ahora se da casi gödelianamente.

Que salir de la reproducción mecánica y llegar a la reproducción digital, hemos de dar una paso.

Y entonces, editar un libro, se vuelve tarea extraña, cada día más extraña.

Sigo en el azoro.

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